En 1986, el Instituto Nacional de la Salud (NIH) de los Estados Unidos dictaminó por consenso que una obesidad con un IMC igual o superior a 40 era en sí misma una indicación quirúrgica. Igualmente, un obeso con un IMC superior a 35 podría ser candidato a la cirugía si sufría una enfermedad asociada a su obesidad.
Hoy día, la acumulación de hechos que demuestran las complicaciones de la obesidad mórbida y los beneficios de la cirugía bariátrica (del griego baros = peso y iatrein = tratamiento) deja entrever un nuevo consenso hacia una ampliación, todavía mayor, de las indicaciones del tratamiento quirúrgico. La Organización Mundial de la Salud (OMS) va en el mismo sentido y considera el tratamiento quirúrgico como el más eficaz y el más económico.
¿Cómo decidir si se recurre a la cirugía?
La decisión de operarse corresponde al paciente. Es la única persona en situación de elegir entre la carga de su obesidad, la fiabilidad de una restricción alimenticia voluntaria y permanente y la aceptación de los riesgos añadidos que comporta el tratamiento mediante cirugía de la obesidad.
El papel del médico es el de asegurarse de la buena comprensión del paciente, ayudarle a medir adecuadamente los riesgos y las ventajas para que su decisión sea la más acertada posible.
El no obeso tiende a infravalorar el sufrimiento secundario de la obesidad severa y los beneficios de una gran pérdida de peso. Dicho de otro modo, se debe aceptar el principio de que es quien sufre quien debe decidir.
El paciente debe entender que es un tratamiento de alto riesgo, que exige un compromiso futuro permanente y cuyas repercusiones estarán presentes de por vida.